• bajar al último sótano y rescatar al gato

    Antes que nada tienes las palabras.

    Antes que nada tienes un pequeño don para acomodarlas

    una tras

    otra

    sobre los renglones de esta página.

    Antes que nada tienes el coraje de todas tus ancestras.

    Te miran, orgullosas, del otro lado de los días.

    Antes que nada, un corazón sabio y dulce.

    Antes que nada, tus propias manos que te abrazan.

    Una casa.

    Hermosas libretas llenas de hojas que esperan tus palabras.

    Una forma de habitar y de ver todo lo pequeño

    que es solo tuya.

    Antes que nada tienes una voz que se expande por las paredes de la casa y te alivia.

    Por sobre todas las cosas, un espíritu que aun con miedo

    puede bajar al más profundo sótano

    y en medio de la oscuridad enfrentarse al gran perro gris,

    que brilla en medio de lo que no se ve,

    y que en un principio pareciera un monstruo.

    Pero tú puedes mirarlo a los ojos y decirle que se acerque.

    Antes que nada, eres capaz de sentarte al lado del perro más que furioso, confundido,

    y acariciarlo hasta que se apacigüe.

    Antes que nada tienes la fuerza de levantarte y subir todos los pisos que te llevaron al último sótano.

    Has rescatado al gato, tótem y amuleto.

    Antes que nada, y por sobre todas las cosas, tienes tus piernas

    que te llevan decididas a la superficie.

    Allí está el cielo azul con una bandada de pájaros que da vueltas en cámara lenta.

    Muchas hojas para escribir, tu gato en el regazo y ellas.

    Antes que nada, y por sobre todas las cosas, las tienes a ellas.

    Y es lo primero que vez, junto con los pájaros: sus ojos y sus sonrisas

    en el azul implacable.

    Sus manos te reciben.

    Son ellas, todas las mujeres que te aman

    y están tan felices de que hayas regresado.

  • La vida que no me tocó

    A mí no me tocó esta vida. Esta no es mi ventana con un pequeño balcón que da hacia una calle del centro de Madrid. Estos árboles que veo mecerse con el viento del otoño no son los árboles de mi calle, aquella que transitaría todos los días al ir y volver del trabajo.

    Esta no es mi taza del café, este no es mi sillón, ni aquella que ladra es mi perra. Esta no es la vida que me tocó.

    El libro que leo ahora, «La amiga estupenda», no es mío. Las pantuflas que uso para calentarme los pies, tampoco. Los platos del desayuno que iré a lavar en un momento, menos.

    Yo no vivo en este pequeño apartamento en el centro de Madrid, porque esta no es la vida que me tocó.

    ¿Cuál es la mía?

    La vida que me tocó tiene un viaje de dos días de regreso a mi país natal, porque fallé como inmigrante. Tiene dos cajas grandes que irán por barco con la ropa, los diplomas que no usamos, una alfombra y una lámpara árabe que me resistí a abandonar.

    La vida que me tocó implica regresar a la casa de mis padres, con dos morrales y un amor, como si fuésemos náufragos que apenas lograron salvarse en último momento.

    La vida que me tocó no tiene abrigos hermosos para el invierno ni caminatas por centros llenos de balcones y cafés con terrazas.

    En cambio, sí que tiene un barrio popular lleno de huecos donde los niños juegan, a veces la música retumba en las ventanas de las casas y otras tantas las personas se pelean.

    En la vida que me tocó no hay estaciones; hay calor y lluvias portentosas. Hay ríos que se desbordan, montañas que se desmoronan, montones de frutas, gente que sobrevive, mucho tráfico, violencia, caos, vendedores ambulantes, personas que piden donde quiera que poses la mirada, una pegajosa incertidumbre que se mezcla con el calor del medio día.

    En la vida que me tocó iremos de tanto en tanto a bailar salsa y sudaremos felices, arrebatados por la música hasta que olvidemos que no nos ha tocado esta otra vida, esta que no es mía y que presencio ahora como un fantasma, aquella que soñamos tanto en el primer mundo, al otro lado del atlántico.

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